Un barranco profundo y pedregoso,
una senda torcida entre zarzales,
un valle pintoresco y silencioso,
de una playa los secos arenales;
un cabrero en la cumbre que silbaba,
una bella pastora que corría;
una rústica flauta que llenaba
los riscos y las grutas de armonía;
en el aire reflejos y cambiantes,
en el cielo colores transparentes,
en la noche luceros rutilantes,
crepúsculos brillantes y esplendentes;
un gallardo mancebo en la montaña
que las cabras monteses perseguía,
en la cima del monte una cabaña
y un torrente que al valle descendía;
tales fueron los goces fugitivos
de cien generaciones ignoradas;
éstos fueron los cuadros primitivos
de las risueñas islas Fortunadas.
Nicolás Estévanez Murphy: Canarias (I).
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