Hacia mediados del siglo XVIII, las fallas eran un simple festejo incluido en el programa de actos típicos de la fiesta de San José (19 de marzo). Al amanecer del día 18 en algunas vías urbanas aparecían peleles colgados en medio de la calle de ventana a ventana, o pequeños tablados colocados junto a la pared, sobre los cuales se exponían a la vergüenza pública uno o dos muñecos (ninots) alusivos a algún suceso, conducta o personaje censurables. Durante el día, los niños y adolescentes recogían material combustible y preparaban pequeñas piras de trastos viejos que también recibían el nombre de fallas. Unas y otras eran quemadas al anochecer de la víspera de San José congregando en torno a la hoguera una amplia participación popular.
Al día siguiente era día de media fiesta y los carpinteros y los valencianos devotos acudían a los templos parroquiales para festejar a su patrono. En muchos hogares se celebraban fiestas onomásticas en las que se agasajaba a los Pepes con tortadas, buñuelos y anís. En suma, una fiesta popular y vecinal.
La primera documentación con la que contamos sobre las fallas, es un oficio dirigido al corregidor de la ciudad de Valencia para que prohibiera la colocación de los monumentos (especialmente los de tipo teatral) en las calles estrechas y junto a las fachadas de las casas. Como consecuencia de estas medidas de policía urbana (prevención de incendios) se obligaba a los vecinos a plantar fallas en las calles anchas, en los cruces de calles y en las plazas. Curiosamente, sin pretenderlo, una simple medida como ésta provocaría, a la larga, una importante transformación. Aunque las fallas seguían manteniendo una estructura horizontal y teatral en dos cuerpos (un tablado y una escena sobre el mismo), al colocarlas en el centro de una calle o plaza era preciso concebirlas de forma exenta, puesto que podían ser rodadas. Para verlas en su totalidad, había que darles la vuelta, y al liberarlas de su anexión a una pared, se liberaron también nuevas potencialidades constructivas y la necesidad de inscribir mensajes en todos sus lados.
Antorchas, hogueras, peleles y entablados, durante mucho tiempo recibieron el nombre de fallas, pero progresivamente se fue restringiendo el uso de esta denominación para referirse a las piras satíricas, es decir a aquellas que sobre un tablado exponían a la vergüenza pública los vicios o prejuicios imperantes. Eran estas fallas las que suscitaban expectación cada año y las que la población acudía a visitar masivamente. Consistían en una estructura prismática, generalmente cuadrangular, con armazón de madera, recubierta ornamentalmente con bastidores pintados, con lienzos o con paneles que ocultaban los materiales combustibles amontonados a su base. Los ninots o figuras que aparecían en el escenario se vestían con telas o ropas viejas. Estas fallas satíricas, al igual que els miracles de sant Vicent, se acompañaban siempre de unas hojas de versos que, colgadas como pasquines en las paredes próximas o en los bastidores del pedestal, desarrollaban la glosa rimada del tema que se escenificaba en la falla. A Mediados del siglo xix, al imprimir estos versos y editarlos en pequeños pliegos, dieron origen al llibret y, en consecuencia, se amplió considerablemente la posibilidad de desarrollar el argumento.
La característica peculiar de las fallas satíricas es la figuración de un hecho social censurable. Tienen un tema concreto y responden a una intención crítica o cuando menos burlesca. A diferencia de las simples hogueras y de las piras de trastos viejos, en ellas se representan escenas que aluden a personas, sucesos o comportamientos colectivos que los falleros consideran merecedores de corrección o dignos de irrisión. Dos temas ocuparon preferentemente a los falleros a mediados del siglo xix: la falla erótica y la crítica social.
En 1858, los falleros de la plaza del Teatro pretendían levantar una falla de movimiento con una alusión directa a las desigualdades sociales. Los versos eran de Josep María Bonilla. La falla fue prohibida por la autoridad, pero los falleros repitieron el tema al año siguiente. Por otra parte, con el nombre de falla erótica o tendencia anti conyugal, la prensa de la época designaba un tipo de fallas, muy abundantes, que eran prolíficas en alusiones picantes o escabrosas mediante un lenguaje plagado de equívocos y que reflejaba una mentalidad hedonista y procaz. Bernat i Baldoví escribió algunos llibrets que abordaban esta temática, pero tal vez el más conocido es el escrito por Blai Bellver para la falla de la plaza de la Trinidad de Xátiva en 1866, denominado La creu del matrimoni, que mereció una rotunda condena por parte del arzobispado.
Durante todo el siglo XIX, el Ayuntamiento y en general también las instituciones de autoridad, mantuvieron una actitud vigilante y censora ante las fallas. Esta política represiva, justificada por la necesidad de modernizar y civilizar las costumbres de la ciudad, pretendía erradicar los festejos p populares (Carnaval y Fallas, entre otros), y se intensificó durante los años setenta al establecer gravosos impuestos sobre el permiso de plantar fallas o tocar música. Esta presión generó, como reacción, un movimiento en defensa de las tradiciones típicas y en 1885 la revista La Traca otorgó por primera vez premios a las mejores fallas. La iniciativa sería continuada por la asociación renaixentista Lo Rat Penat en 1887. Este apoyo explícito de la sociedad civil mediante premios, despertó un espíritu competitivo entre comisiones de vecinos, estimuló el fervor fallero y produjo una decantación esteticista, dando lugar a la falla artística. En ella no desaparecía necesariamente la crítica (incluso podía experimentar una radicación política), pero comenzaba a predominar la preocupación formal, constructiva y estética sobre el conocimiento del monumento.
Aunque con titubeos y timideces, en 1901 el Ayuntamiento de Valencia, tomó el relevo de Lo Rat Penat y otorgó los primeros premios municipales a las fallas. Eso sí, una vez pasadas las fiestas. Se trataba de dos pren dos: uno de 100 y otro de 50 pesetas. El clima social para esta intervención municipal no sólo era favorable, sino exigente. Y abarcaba todo un abanico amplio de organizaciones, que incluía tanto asociaciones culturales y recreativas, como valencianistas y deportivas, políticas y obreras, que potenciaron el desarrollo de las fallas durante la primera década del siglo. En reciprocidad con este apoyo social las fallas se decantaron cada vez más hacia la exaltación valencianista y se produjo una creciente fusión entre la fiesta fallera y la entidad valenciana. Desde principios del siglo xx, las fallas abandonaron la estructura dual (tablado/escena) y comenzó a desarrollarse una nueva concepción de las mismas, en el cual los ninots no eran ya la figura más impactante. La falla se componía ahora de la superposición de diversos elementos y niveles, fundamentalmente de tres: una base de escasa altura compuesta de repiés para las diversas escenas, un cuerpo central que servía de sustentación del monumento y un remate.
Este último solía consistir en una figura de grandes dimensiones constituida por un motivo alegórico capaz de condensar el tema que explayaban y glosaban las escenas inferiores.
El contenido de la falla no se hallaba ya inscrito solamente en una escena realzada por el tablado, sino que estaba latente en todo el conjunto escultórico y debía ser descifrado rodando la falla y recorriéndola con la mirada de arriba abajo. La falla ahora debía ser fastuosa, imponente, majestuosa y sugestiva, visible desde la lejanía.
Bajo la presión de los premios, las fallas adoptaron como ideal modélico la monumentalidad, la proporcionalidad y el barroquismo.
En 1927, la asociación para el fomento del turismo Valencia Atracción organizó el primer Tren Fallero. El acto tuvo tal éxito que la sociedad valenciana se volcó todavía más en las fallas, incrementando considerablemente el número de monumentos que se erigían. El crecimiento de la fiesta obligó también a una mejor organización. Así surgieron la Asociación General Fallera Valenciana y el Comité Central Fallero, que representaban a las comisiones y organizaban la fiesta.
En 1929, el Ayuntamiento creó un concurso de carteles para hacer promoción de las fallas y en 1932 se convirtió en la entidad organizadora y gestora de todo el programa de actos, instaurando la Semana Fallera. La mayoría de los monumentos eran obra de artesanos artistas especializados que durante varios meses vivían para la construcción de los mismos en sus talleres y que se habían organizado en la Asociación de Artistas Falleros. Fue en estos años cuando las fallas se convirtieron realmente en la fiesta mayor de los valencianos.
El artículo publicado en 1935 y firmado por Y Llopis Piquer que lleva por título "Cómo se preparan las fallas" nos describe con cierto detalle cómo se confeccionaba una falla:
En ellas son los más importantes elementos: el cartón, el yeso y la cera, sin olvidar la madera de los bastidores ni la tela metálica cubierta de arpillera para las grandes masas.
Con estos sencillos materiales, los artistas valencianos compiten con los grandes y perdurables creaciones de la escultura, patentizando su valía con la erección de grandiosos monumentos.
La tarea más difícil y entretenida estriba en la confección de los moldes para las cabezas, moldes que saca el artista de un barro en el que plasma la efigie de una mujer o de un hombre según los casos, y que, vaciados en yeso, servirán para obtener una serie de cabezas en cera a las que bastará el aditamento de unos bigotes o la desviación de un ojo, o el añadido de un rictus a los labios para que dejen de ser humanas, yendo a constituir diversas personalidades dentro del conjunto de la falla.
Más fácil es la construcción de los cuerpos, para la que el cartón sujeto a moldes de yeso, a presión en mojado, da un margen admirable. Labor esta a la que se dedican los aprendices de todo artista fallero que se precie. Escultores de categoría volvieron a manejar el barro y un nuevo molde recogió el trabajo, saliendo una nueva encarnación humana, que, con su cortejo de desviaciones físicas y añadidos materiales, complementaban más y más, y así pudiéramos ir sucesivamente señalando el nacimiento de los diversos personajes de la falla, unos en su origen, múltiples en su apariencia e igual podríamos citar con referencia a las manos, pese a sus distintas actitudes. Difícil, muy difícil es el pintado de esa cera. Muy pocos aciertan a saber infiltrar con sus colores el aspecto de vida que requieren los tipos de una falla; más, a fuerza de estudio y de perseverancia, el milagro se efectúa. ¿Qué falta después de esto realizado? Montar los cuerpos metiéndoles dentro de un alma, esta vez de madera, para sujetar fuertemente materiales tan débiles como la paja, las telas, el serrín y la cera, y una vez en marcha y compuestas las personas, el mismo día de la plantá alinear junto a las paredes, mientras se clavan los bastidores y molduras a los muñecos, que en la oscuridad de la noche se confunden con la gente de verdad, llegando al observador a no saber distinguir entre lo real y lo fantástico.
Textos: Antonio Ariño
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