Una tarde
en la remota antigüedad, cierto navegante mercader llegaba de las costas
mediterráneas en busca de sangre de drago, producto muy en boga y de gran
importancia en la elaboración de ciertas preparaciones de la farmacopea, y
desembarcó por la playa de San Marcos, de Icod de los Vinos, para llevar a
efecto su lucrativo propósito.
Estando
ya en la playa, sorprendió allí a unas infantas o damas de esta tierra, que
conforme al rito tradicional se bañaban solas en el mar aquella tarde
veraniega.
El
intruso navegante las persiguió, logrando apoderarse de una de ellas. Esta trató
astutamente de conquistar el corazón del extraño viajero para mejor buscarlo y
lograr huir, y mostrándole signos de consideración y amistad le ofreció algunos
hermosos frutos de la tierra.
Para
aquel navegante que venía detrás de la sangre del drago, y traía metido en la
imaginación y en el alma el mito helénico de las Hespérides, los frutos que
aquella dama de esta tierra le ofreciera, pudieron muy bien parecerle las
manzanas del mítico jardín. Mientras él comía gustosamente desprevenido, la
bella aborigen saltó ágil al otro lado del barranco, y a todo correr huía hacia
el bosquecillo cercano escondiéndose tras la
arboleda.
El
viajero, sorprendido en principio, trató de perseguirla de cerca, pero vio con
sorpresa que algo se interponía en su camino, que un árbol extraño movía sus
hojas como dagas infinitas, y que el tronco parecido al cuerpo de una serpiente
se agitaba con el viento marino y entre sus tentáculos se ocultaba la bella
doncella guanche.
El
navegante lanzó el dardo que llevaba en sus manos, contra lo que a él se le
figuró un monstruo, con gran miedo y asombro, y al quedarse clavado en el
tronco, del extremo de la jabalina empezó a gotear sangre líquida del
drago.
Confuso y
atemorizado, el hombre huyó laderas abajo, se metió en su pequeña barca y se
alejó de la costa; porque iba pensando en su corazón, que había sorprendido en
el jardín a una de las Hespérides, a la que salió a defender el mítico
Dragón.
maimenes
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